Gracias a Dios y al sacrificio diario que por él hago, desde hace más de veinte años una vieja F-100 me acompaña en mis frecuentes viajes por la provincia. Es un vehículo maltratado por el tiempo, un poco desvencijado, que genera sonidos y quejas que parecen venir del inframundo. Por eso no voy más allá de los 80 km en ruta, porque lo cuido, porque mi destino es quererlo hasta que sus viejos engranajes dejen de funcionar.

En ese trajín rutero anduve hace pocos días entre Madariaga y Dolores, pasando por Santa Isabel, observando los intrépidos teros y más de un cuis advenedizo. Cuando de repente un par de vehículos de formidable gama me aturdieron con sus bocinazos agresivos, y lo que es peor, al superarme en el camino soltaron improperios que sólo Dios podría repetir si así quisiera. Insultos ligados a la velocidad y al aspecto de mi vieja chata, y perdónelos Señor, a mi santa madre.

Esta breve situación, tal vez inverosímil para la gente de ciudad acostumbrada al atropello, me dejó perplejo y sin aire. Me vi obligado a frenar en el camino de tierra, además, porque comenzó a salir humo del motor, un viejo problema en las válvulas. Y en ese momento surgió una reflexión que quería compartir a través de este medio: las personas están más preocupadas en llegar rápido a su destino sin importarle en absoluto la suerte de los demás, llenando de polvo y gritos ácidos a un pobre viejo servidor de Dios que contemplaba los teros y las gallaretas al costado del camino. Ellos me transmitieron violencia y desinterés; yo sólo contemplaba el milagro de la naturaleza, nuestra llanura y su fauna. Tal vez Dios les tenga preparados a esos jóvenes, cuando algún día dejen de serlo, una vieja chata como la mía, con la cual puedan conducir con lentitud, pero con sabiduría.

Cristóbal Gamarra

gamarra.cristobal.jesusvendra@gmail.com

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